Hace un lustro, en una mesa de café, recibí una noticia que cambió mi vida. Tuve la misma sensación de felicidad que cuando era niña y mi madre nos regalaba algo y le encantaba ver nuestra sonrisa, ella disfrutaba viéndonos. Durante unos meses, estuve sostenida en una nube. Los días eran de cielos abiertos y soleados, y las noches eran claras y estrelladas.
Sin previo aviso, el tiempo cambió y una ráfaga trajo tempestades y tormentas, que me sacudieron y me caí en un remolino. Mientras giraba en espirales, intenté agarrarme a todo lo que pude, hasta que se disipara el huracán. Mi mente no concebía que para mi nube de algodón dulce y de color de rosa ese fuera el final y luché con todas mis fuerzas para que no se derritiera.
El mundo se había convertido en una huida frustrada, hacia al pico más alto, para que no me pillara el tsunami. La nube empujada por la borrasca tormentosa, sucumbió en su lucha, porque la fuerza del aire interrumpió su trayectoria. Y yo vi cómo se desvanecía, gota a gota, hasta que se rompieron las aguas y fueron llevadas por la inevitable riada.
Atrás se quedaron los cuentos, el bote de nenuco en la maleta con ropitas, junto con todos mis planes, mis ilusiones y mi sonrisa. La vida se redujo a tan solo un recuerdo de aquel regalo: una muñequita envuelta en su manta rosa.
Aún puedo imaginar cómo hubiera sido vivir en aquella nube, donde la vida estaría llena de inocencia, diversión, alegría, descubrimientos y aprendizajes.
Vino la calma, pero mi corazón sigue quebrantado, el vacío del alma, el sabor amargo que vuelve una y otra vez, la añoranza de sus latidos que se confunde con la ausencia del aliento, y la realidad de saber que nunca más sentiré el aroma de mi nube.
Como una estrella fugaz, nuestro viaje fue efímero. Pero yo sigo intentando aceptar este inesperado desenlace.