Por Annamaria Precipuo
Estaba esperando al fontanero. Sonó el timbre. Nada más abrir la puerta, me quedé boquiabierta: allí estaba el mismísimo Don Quijote, tal cual lo dibujara Doré: figura escuálida, nariz aguileña, enormes bigotes, ojos inquietantes y larguísimas piernas. Solo le faltaba la lanza. “¿Tiene usted una avería?”, me preguntó impaciente con voz inquisitiva. En dos zancadas se adentró en el piso. Desconcertada, intenté explicarle que el grifo de la ducha perdía agua. “Vamos a por ello”, dijo, con el mismo ímpetu de un caballero andante. Desparramó en el suelo todas las herramientas de su maletín, examinó con lupa cada artefacto, sacudiendo la cabeza con suma desaprobación y, sin decir palabra, se puso manos a la obra. Entretanto, conseguí saber que se llamaba Miguel y que vivía en el edificio de al lado.
Me quedé en la cocina, resignada al desastre.
Después de media hora, Miguel salió del baño con aire triunfante, y dijo: ¡Ya está todo arreglado! Había arreglado el grifo, un tubo del termo, le había cambiado la goma al desagüe del lavabo y había revisado las luces del espejo. El precio del trabajo resultó ridículo.
Aliviada, le ofrecí un café italiano, que aceptó de buen grado, aprovechando para hacerme preguntas sobre mi vida. No tenía una actitud chismosa, más bien amistosa y protectora. Con énfasis caballeresco, me alertó sobre los obreros que estafan a las mujeres que viven solas. Bueno, aunque yo no tenga nada que ver con Dulcinea, su actitud atenta y respetuosa me hizo gracia.
Hoy en día, Miguel y yo somos muy buenos amigos: dos solteros empedernidos, que valoran la libertad tanto como la amistad sincera y generosa. Tal vez vamos de senderismo juntos, y él me cuenta historias y tradiciones de su tierra; tal vez, cuando preparo la comida italiana que le gusta, lo invito a cenar. Es un hombre sabio y sencillo, orgulloso de sus raíces, un digno representante de su pueblo.