Por A. P.
Recuerdo una historia que me pasó hace diez años, en septiembre 2012, en el mar Adriático entre Croacia y Montenegro. Estaba trabajando con mi entonces futuro marido para la empresa de sus padres, en un velero donde él era el capitán. Era la temporada de las tormentas, causadas por los vientos bruscos que bajan de las montañas debido al cambio de temperaturas.
En la administración de la marina de Cavtat (Croacia) habíamos recibido el aviso de la tormenta y la recomendación de quedarnos en el puerto. Pero no hicimos caso a la alarma por la obligación de desplazar el barco al punto de recogida de un cliente el día siguiente.
En el momento de la salida las olas estaban aumentando. Yo no imaginaba todavía lo que me esperaba. Ya había salido en algunos temporales, y creía que este era uno normal y corriente.
Mientras más nos alejábamos de la costa, más se incrementaba la resistencia de los motores contra la fuerza del mar. Iba creciendo la amplitud de las olas, y al cabo de un cierto tiempo ya dudaba si habíamos tomado la decisión correcta.
Se notaba que al barco le costaba ir contra el viento como nunca, iba muy lento, aunque con ambos motores, y hacía ruidos sospechosos. Era un catamarán con sus dos lados, con un par de camarotes en cada uno, con un salón en el centro, donde estábamos dirigiendo el barco con la ayuda del sistema de autopiloto y donde nos refugiábamos de las salpicaduras del mar y de los golpes bruscos del barco provocados por los saltos de una ola a otra. Llegó un momento en el que experimenté el estado de ingravidez, porque literalmente el catamarán estaba volando entre el extremo de una ola y el inicio de otra.
Fue entonces cuando dejé de percibirlo como una atracción de montaña rusa y me puse a pensar cuánto aguantaría el catamarán antes de partirse en dos barcos sin vela. Me sentía una astilla en el mar. Una hormiga ante el elemento salvaje de agua.
Y por un instante se me ocurrió un pensamiento que se me clavó y permanece en mi cabeza como una foto de un acontecimiento que marcó un antes y un después en mi vida. Como un cuadro en la exposición de los hechos de mi biografía expuesto en la sala principal.
Dicen que antes de morir ves una película de todo tu pasado en versión acelerada. Yo lo sentí como el último momento de mi existencia, pero no vi el pasado. El cuadro «Novena ola» del pintor ruso Aivazovski, es lo que recordé yo, mirando el sol de color esmeralda, deslucido, atravesando la ola que estaba elevándose por encima del barco, y lo único que pensé fue: «Qué bonita será la muerte».
Afortunadamente, entonces sobreviví y el día siguiente pisé la tierra. Fue mi bautizo marítimo y el inicio de otra página de mi vida.